Dudas, riesgos

La opera prima de Roser Aguilar (Barcelona, 1971) es una de esas películas al mismo tiempo prometedoras y frustrantes, sugestivas y decepcionantes. Y eso ocurre porque en realidad Lo mejor de mí (España, 2007) contiene en sí misma dos filmes muy diferentes: uno es arriesgado y austero; el otro es convencional y frívolo; uno promueve a la reflexión y el otro a la pasividad; uno de ellos se parece más a un telefilme o a una modesta película de cámara y el otro se nos aparece creativo, poderoso y hasta brillante. La balanza queda equilibrada en el último momento, justo en ese instante en que la película se presta a dejarnos un regusto amargo o un agradable sabor dulce; porque, hasta esos planos finales, la batalla la había ganado la convención y el conformismo.

Y es que la última escena de Lo mejor de mí, aquella en que los dos amantes, Raquel (Marian Álvarez) y Tomás (Juan Sanz), se reconocen el desamor mutuamente, casi sin palabras, casi dulcemente, entre miradas cómplices y gestos abrumados de dolor, justo esa escena, coloca a la película en lo mejor de ella. Esos planos oscuros, donde las imágenes de ambos acaban siendo casi irreconocibles, nos anuncian el final de una historia con crudeza pero sin dramatismo forzado, sin música, sin aderezos, con el rigor que la cineasta había ensayado con éxito, pero sólo ensayado al fin y al cabo, en otras escenas del filme. No cabe duda de que es un gran acierto terminar una película con sus mejores planos, y además hacerlo con la prudencia de dotarla de una duración exacta, precisa, ajustada al máximo a las necesidades narrativas del relato.

Pero no es suficiente para arrastrar las contradicciones de una obra en la que se percibe con claridad una potente personalidad cinematográfica que no se atreve a llevar hasta el final su propuesta creativa, sus ideas de puesta en escena, su poética ascética y desnuda de guirnaldas. Podemos llamarlo falta de atrevimiento o contradicción, pero en cualquier caso son bastante evidentes las dos líneas estéticas que conforman la primera película de Aguilar. La de la música que subraya y que acompaña innecesariamente algunas escenas íntimas, y la del grave silencio con que se nos muestran los quirófanos en la distancia, durante el trasplante. La de algunos tópicos que el guión propone como correas de transmisión de una idea de la pareja notablemente convencional (los hombres infieles y las mujeres engañadas) o la de esa brillante escena final en la que las palabras irrelevantes dejan lugar a los gestos reveladores.

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Esa doble línea estética es también, como casi siempre, una paralela doble línea ética. Y en este momento quizá sea oportuno realizar un breve paréntesis en torno al último cine español dirigido por mujeres. No estoy seguro de si las ideas que quieren transmitir, por ejemplo, Icíar Bollaín, Gracia Querejeta y Roser Aguilar siguen siendo tan pertinentes; no estoy seguro de que el reparto de las labores domésticas sea un tema que preocupe a las mujeres de hoy, o de que el hombre joven siga instalado en la vieja fórmula de la chica “oficial” y los ligues. Visto en las imágenes de Mataharis, Siete mesas (de billar francés) o Lo mejor de mí , parece un discurso de hace décadas, antiguo, casi vacío ya de contenido. Pero si afirmo que no estoy seguro es porque realmente la sociedad española mantiene algunos tics machistas que transmiten notable preocupación; no es de recibo, sin embargo, afirmar que ahora tocan unas cuantas décadas de tópicos feministas después de haber vivido una larga historia de estereotipos machistas. En cualquier caso, y más allá de toda duda razonable, sería bueno que nuestras cineastas, con una capacidad envidiable de análisis social y psicológico, pusieran su interés en conquistas mucho más ambiciosas. Esta reflexión previa quiere contextualizar la crítica en Lo mejor de mí a un papel masculino desdibujado, esquemático, convencional, casi vacío y escasamente inteligente que sólo adquiere cierta dignidad en el dolor de su enfermedad y el reconocimiento maduro del fin del amor.

Y es probable que sea la irregular creación de los dos personajes protagonistas la que haya provocado la también heterogénea -y, en mi opinión, injusta- consideración del trabajo de los dos actores. El papel de Raquel posee matices y permite la modulación, mientras que el de Tomás parece hueco e impide la profundización; Raquel encierra largas reflexiones y cambiantes emociones tormentosas, mientras que Tomás es casi un ser pasivo que se limita a sufrir cuando toca. Así, era relativamente sencillo que Marian Álvarez compusiera un personaje rico y capaz de transmitir una poderosa corriente emocional hacia el espectador, al contrario de lo que le sucedía a Juan Sanz, que debía sudar tinta china para levantar un Tomás superfluo y arrugado. Y siendo el trabajo inverso en cuanto al mérito, también es desigual en cuanto a los resultados, lo que deja en mucho mejor lugar a Sanz que a Álvarez, a pesar de los premios. Ella no alcanza en ocasiones a dar en la tecla adecuada, a veces parece más desorientada que su propio personaje, y emociona menos pudiendo emocionar más; él aprovecha los escasos momentos en que su personaje adquiere la redondez de una persona, y consigue que entendamos su profundo dolor. Esta distancia entre personaje y actor es muy habitual, y provoca muchas consideraciones erróneas en torno a los trabajos de algunos intérpretes; eso pasa en la reciente película de los hermanos Coen, donde el personaje interpretado por Javier Bardem -sin querer desmerecer su buen trabajo- es , ante todo, una soberbia creación de puesta en escena de los cineastas estadounidenses.

Lo mejor de mí, en cualquier caso, es una película interesante y, como primera obra, más que satisfactoria. Plantea con honestidad el terremoto emocional que provoca la infidelidad y el descubrimiento de la mentira, y enfrenta el valor de la fidelidad con el de la lealtad. Coloca al personaje de Raquel al borde de una de esas decisiones primordiales que se producen en la vida muy pocas veces y que las personas debemos afrontar con la mayor altura posible. El filme, aunque pueda parecer superficialmente lo contrario, no condena ni redime a ninguno de los personajes; el relato, como si se tratara de un trasunto metalingüístico de la propia dirección de Aguilar, nos propone unos personajes que se arriesgan y se equivocan, que exploran y buscan y encuentran y pierden y chocan y dudan. Pero que actúan siempre con la honestidad más importante, aquella que se debe uno a sí mismo. La misma actitud ética que mantiene Roser Aguilar con sus espectadores. Y, del mismo modo que en esa última escena, oscura y excelente, Tomás y Raquel encuentran un maravilloso oasis de intimidad que refleja lo mejor de ellos, el espectador es capaz de encontrar ahí lo mejor de la directora, y vislumbrar por un momento la magnífica película que pudo hacer, de la misma manera que Raquel y Tomás pueden estar pensando en lo estupendo que pudo ser lo que ya no es.

Enrique Pérez Romerowww.miradas.net
20 minutosEl mejor cumplido que se puede hacer a un debutante es que no parece tal. “Lo mejor de mí” no tiene la dignidad de las buenas óperas primas, sino la profundidad y la entereza de las buenas películas sin más, construida, además, desde la contención formal y conceptual de un cineasta temperado que maneja los tiempos y no incurre en precipitados atajos o en tentaciones exhibicionistas. Por eso “Lo mejor de mí” no parece ser lo que realmente es, una película que emana de un proyecto de promoción de nuevos talentos y que, por eso precisamente, por dar voz en muchos casos a alumnos recién licenciados de la ESCAC, podría permitirse el lujo de no avergonzarse de nadar entre las aguas del amateurismo y el profesionalismo. La ópera prima de Roser Aguilar es, por el contrario, una película hecha y derecha, que hace de la sencillez bandera, de la discreción emblema de distinción.
Una cinta pequeña, orgullosa de sus reducidas dimensiones no proporcionales a su desbordante honestidad, a su intensidad sensible, a la humanidad de carne y hueso que supura cada uno de sus hermosos fotogramas. Planteamiento leve -una periodista radiofónica que se desvive por apoyar y dar auxilio a su novio, víctima de una hepatitis grave-, estructura sutilmente melodramática y un muy loable empeño por desnudar almas en pantalla, sin ambages ni piruetas de pardillo, ni sensibilidad pusilánime. “Lo mejor de mí” funciona a escala real, a la medida exacta, diminuta pero entusiasta, de los hombres y mujeres que nutren el equipo técnico y artístico de una producción relativamente insólita dentro del contexto del cine patrio contemporáneo. La marca de fábrica es la impecable sujeción del drama, la habilidad de Aguilar para ubicar las riendas en los puntos inflexivos del periplo sentimental, para que el corazón no se desborde y su película vire al punto de convertirse en un dramón hospitalario de pudor escaso. Bien al contrario el eje se mantiene impertérrito en el lugar de origen: el viaje iniciático de una mujer que en unos meses se ve empujada a vivir media vida, a dialogar consigo misma, a tomar decisiones en el filo del abismo y a reordenar sus confundidas prioridades existenciales.
“Lo mejor de mí” es película parca en pretensiones y por eso respira con semejantelibertad, entre pasillos vacíos de hospital, entre emisoras nocturnas desangeladas con periodistas de guardia, en mitad de un silencio gráfico y revelador. Es un topicazo sentenciar que es ésta una película de personajes, pero no hay mejor manera de retratar la notable vitalidad del trazo ni de delatar la esencia sustancial de una película que sabe hacer de la humildad virtud gracias, en parte, a la reivindicación que de sí misma hace la desconocida Marian Álvarez, no por azar premiada en el Festival de Locarno, un actriz de esas que rezuma verdad por os cuatro costados con una interpretación que difícilmente encontrará rival de aquí a fin de año en la pelea por el Goya a mejor actriz revelación. Todo un descubrimiento.

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